María, la mujer del sí, también quiso visitar a los habitantes de estas tierras de América en la persona del indio san Juan Diego. Así como se movió por los caminos de Judea y Galilea, de la misma manera caminó al Tepeyac, con sus ropas, usando su lengua, para servir a esta gran Nación. Y, así como acompañó la gestación de Isabel, ha acompañado y acompaña la gestación de esta bendita tierra mexicana. Así como se hizo presente al pequeño Juanito, de esa misma manera se sigue haciendo presente a todos nosotros; especialmente a aquellos que como él sienten «que no valían nada». Esta elección particular, digamos preferencial, no fue en contra de nadie sino a favor de todos. El pequeño indio Juan, que se llamaba a sí mismo como «mecapal, cacaxtle, cola, ala, sometido a cargo ajeno», se volvía «el embajador, muy digno de confianza».
En aquel amanecer de diciembre de 1531 se producía el primer milagro que luego será la memoria viva de todo lo que este Santuario custodia. En ese amanecer, en ese encuentro, Dios despertó la esperanza de su hijo Juan, la esperanza de un pueblo. En ese amanecer, Dios despertó y despierta la esperanza de los pequeños, de los sufrientes, de los desplazados y descartados, de todos aquellos que sienten que no tienen un lugar digno en estas tierras. En ese amanecer, Dios se acercó y se acerca al corazón sufriente pero resistente de tantas madres, padres, abuelos que han visto partir, perder o incluso arrebatarles criminalmente a sus hijos.
En ese amanecer, Juancito experimenta en su propia vida lo que es la esperanza, lo que es la misericordia de Dios. Él es elegido para supervisar, cuidar, custodiar e impulsar la construcción de este Santuario. En repetidas ocasiones le dijo a la Virgen que él no era la persona adecuada, al contrario, si quería llevar adelante esa obra tenía que elegir a otros, ya que él no era ilustrado, letrado o perteneciente al grupo de los que podrían hacerlo. María, empecinada —con el empecinamiento que nace del corazón misericordioso del Padre— le dice: no, que él sería su embajador.
Así logra despertar algo que él no sabía expresar, una verdadera bandera de amor y de justicia: en la construcción de ese otro santuario, el de la vida, el de nuestras comunidades, sociedades y culturas, nadie puede quedar afuera. Todos somos necesarios, especialmente aquellos que normalmente no cuentan por no estar a la «altura de las circunstancias» o por no «aportar el capital necesario» para la construcción de las mismas. El Santuario de Dios es la vida de sus hijos, de todos y en todas sus condiciones, especialmente de los jóvenes sin futuro expuestos a un sinfín de situaciones dolorosas, riesgosas, y la de los ancianos sin reconocimiento, olvidados en tantos rincones. El santuario de Dios son nuestras familias que necesitan de los mínimos necesarios para poder construirse y levantarse. El santuario de Dios es el rostro de tantos que salen a nuestros caminos…
Al venir a este Santuario nos puede pasar lo mismo que le pasó a Juan Diego. Mirar a la Madre desde nuestros dolores, miedos, desesperaciones, tristezas, y decirle: «Madre, ¿qué puedo aportar yo si no soy un letrado?». Miramos a la madre con ojos que dicen: son tantas las situaciones que nos quitan la fuerza, que hacen sentir que no hay espacio para la esperanza, para el cambio, para la transformación.
Por eso creo que hoy nos va a hacer bien un poco de silencio, y mirarla a ella, mirarla mucho y calmamente, y decirle como lo hizo aquel otro hijo que la quería mucho:
«Mirarte simplemente, Madre,
dejar abierta sólo la mirada;
mirarte toda sin decirte nada,
decirte todo, mudo y reverente.
No perturbar el viento de tu frente;
sólo acunar mi soledad violada,
en tus ojos de Madre enamorada
y en tu nido de tierra trasparente.
Las horas se desploman; sacudidos,
muerden los hombres necios la basura
de la vida y de la muerte, con sus ruidos.
Mirarte, Madre; contemplarte apenas,
el corazón callado en tu ternura,
en tu casto silencio de azucenas».
Y en silencio, y en este estar mirándola, escuchar una vez más que nos vuelve a decir: «¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿qué entristece tu corazón?» «¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre?».
Ella nos dice que tiene el «honor» de ser nuestra madre. Eso nos da la certeza de que las lágrimas de los que sufren no son estériles. Son una oración silenciosa que sube hasta el cielo y que en María encuentra siempre lugar en su manto. En ella y con ella, Dios se hace hermano y compañero de camino, carga con nosotros las cruces para no quedar aplastados por nuestros dolores.
¿Acaso no soy yo tu madre? ¿No estoy aquí? No te dejes vencer por tus dolores, tristezas, nos dice. Hoy nuevamente nos vuelve a enviar, como a Juanito; hoy nuevamente nos vuelve a decir, sé mi embajador, sé mi enviado a construir tantos y nuevos santuarios, acompañar tantas vidas, consolar tantas lágrimas. Tan sólo camina por los caminos de tu vecindario, de tu comunidad, de tu parroquia como mi embajador, mi embajadora; levanta santuarios compartiendo la alegría de saber que no estamos solos, que ella va con nosotros. Sé mi embajador, nos dice, dando de comer al hambriento, de beber al sediento, da lugar al necesitado, viste al desnudo y visita al enfermo. Socorre al que está preso, no lo dejes solo, perdona al que te lastimó, consuela al que está triste, ten paciencia con los demás y, especialmente, pide y ruega a nuestro Dios. Y, en silencio, le decimos lo que nos venga al corazón.
¿Acaso no soy yo tu madre? ¿Acaso no estoy yo aquí?, nos vuelve a decir María. Anda a construir mi santuario, ayúdame a levantar la vida de mis hijos, que son tus hermanos.
* * *
Mary, the woman of “yes”, wished also to come to the inhabitants of these American lands through the person of the Indian St Juan Diego. Just as she went along the paths of Judea and Galilee, in the same way she walked through Tepeyac, wearing the indigenous garb and using their language so as to serve this great nation. Just as she accompanied Elizabeth in her pregnancy, so too she has and continues to accompany the development of this blessed Mexican land. Just as she made herself present to little Juan, so too she continues to reveal herself to all of us, especially to those who feel, like him, “worthless”. This specific choice, we might call it preferential, was not against anyone but rather in favour of everyone. The little Indian Juan who called himself a “leather strap, a back frame, a tail, a wing, oppressed by another’s burden,” became “the ambassador, most worthy of trust”.-30-
On that morning in December 1531, the first miracle occurred which would then be the living memory of all this Shrine protects. On that morning, at that meeting, God awakened the hope of his son Juan, and the hope of a People. On that morning, God roused the hope of the little ones, of the suffering, of those displaced or rejected, of all who feel they have no worthy place in these lands. On that morning, God came close and still comes close to the suffering but resilient hearts of so many mothers, fathers, grandparents who have seen their children leaving, becoming lost or even being taken by criminals.
On that morning, Juancito experienced in his own life what hope is, what the mercy of God is. He was chosen to oversee, care for, protect and promote the building of this Shrine. On many occasions he said to Our Lady that he was not the right person; on the contrary, if she wished the work to progress, she should choose others, since he was not learned or literate and did not belong to the group who could make it a reality. Mary, who was persistent — with that persistence born from the Father’s merciful heart — said to him: he would be her ambassador.
In this way, she managed to awaken something he did not know how to express, a veritable banner of love and justice: no one could be left out of the building of that other shrine, the shrine of life, the shrine of our communities, our societies and our cultures.
We are all necessary, especially those who normally do not count because they are not “up to the task” or because “they do not have the necessary funds” to build all these things. God’s Shrine is the life of his children, of everyone in whatever condition, especially of young people without a future who are exposed to endless painful and risky situations, and the elderly who are unacknowledged, forgotten and out of sight. The Shrine of God is our families in need only of the essentials to develop and progress. The Shrine of God is the faces of the many people we encounter each day....
Visiting this Shrine, the same things that happened to Juan Diego can also happen to us. Look at the Blessed Mother from within our own sufferings, our own fear, hopelessness, sadness, and say to her, “What can I offer since I am not learned?”. We look to our Mother with eyes that express our thoughts: there are so many situations which leave us powerless, which make us feel that there is no room for hope, for change, for transformation.
And so, I think that some silence may do us good today as we pause to look upon her and repeat to her the words of that other loving son:
Simply looking at you, O Mother, / having eyes only for you, / looking upon you without saying anything, / telling you everything, wordlessly and reverently. / Do not perturb the air before you; / only cradle my stolen solitude / in your loving Motherly eyes, / in the nest of your clear ground. / Hours tumble by, / and with much commotion, / the wastage of life and death / sinks its teeth into foolish men. Having eyes for you, O Mother, simply contemplating you / with a heart / quieted in your tenderness / that silence of yours, / chaste as the lilies.
And in the silence, and in this looking at her, we will hear what she says to us once more, “What, my most precious little one, saddens your heart?... Yet am I not here with you, who have the honour of being your mother?”
Mary tells us that she has “the honour” of being our mother, assuring us that those who suffer do not weep in vain. These ones are a silent prayer rising to heaven, always finding a place in Mary’s mantle. In her and with her, God has made himself our brother and companion along the journey; he carries our crosses with us so as not to leave us overwhelmed by our sufferings.
Am I not your mother? Am I not here? Do not let trials and pains overwhelm you, she tells us. Today, she sends us out anew; as she did Juancito, today, she comes to tell us again: be my ambassador, the one I send to build many new shrines, accompany many lives, wipe away many tears. Simply be my ambassador by walking along the paths of your neighbourhood, of your community, of your parish; we can build shrines by sharing the joy of knowing that we are not alone, that Mary accompanies us. Be my ambassador, she says to us, giving food to the hungry, drink to those who thirst, a refuge to those in need, clothe the naked and visit the sick. Come to the aid of those in prison, do not leave them alone, forgive whomever has offended you, console the grieving, be patient with others, and above all beseech and pray to God. And in the silence tell him what is in our heart.
Am I not your mother? Am I not here with you? Mary says this to us again. Go and build my shrine, help me to lift up the lives of my sons and daughters, who are your brothers and sisters.